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Premio de consolación

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Despierto y veo que tengo cinco correos nuevos en mi bandeja de entrada. Todos son de Delta Air Lines y en cada uno viene un vale como compensación a las más de 38 horas que tardamos en poder regresar a casa. Mi primera reacción es pensar ¡qué buena onda! Ya estando a salvo y en casa, me parece un gesto amable por parte de aerolínea el que me “regalen” un cupón a cuenta de mi próximo viaje.


Y entonces me viene a la cabeza la monserga del viaje… Apenas llegamos al primer aeropuerto y, después de hacer el check in, nos mandaron con el encargado de seguridad. Revisó nuestros papeles y nos sometió a un interrogatorio digno de confesionario.. que a qué fuimos, que por cuánto tiempo, que si de vacaciones, que qué compramos, que cuánto gastamos, que qué nos sobra. Tantas preguntas que uno termina repasando mentalmente hasta el árbol genealógico. La verdad es que el tema de los aeropuertos es muy estresante. Aunque uno no sea delincuente, le terminan por hacer sentir así.


Superado el interrogatorio, pasamos a la segunda prueba, la zona de seguridad. Esa en la que uno avanza en fila india, revisando los bolsillos, pensando que hay que agarrar la charola, sacar la computadora, asegurarse de que no hayan moneditas en el pantalón, que el calcetín no esté roto por si hay que quitarse los zapatos y, sobre todo, que no se haya colado una botella de agua entre las pertenencias… Ese es un artículo letal y ofensivo desde 2006. Y todo se lo debemos a que, en ese mismo año, unos terroristas estuvieron a punto de subir explosivos líquidos a varios vuelos en el aeropuerto de Londres. Llevaban meses bajo vigilancia y, gracias a eso, pudieron detenerlos. Pero nosotros, turistas comunes y corrientes, que solo cargamos con agüitas embotelladas por aquello de la sed y que ignoramos la mayoría de historias de terror de los aeropuertos, vamos caminando ingenuos y distraídos, pagando justos por pecadores.


Y entonces, como reses al matadero, logramos pasar la zona de seguridad para formarnos en la siguiente fila (nunca lo había pensado, pero la fila es un gran invento). Bueno, tocaba la fila para subir al avión. No sé porque pero la gente siempre tiene tanta prisa por subir a pesar de que los lugares ya están predefinidos. Pero los entiendo, sobre a todo a los que llevan maleta de mano y es que si no te apuras esa maletita puede terminar junto con otras maletas plebeyas que viajan en la panza del avión. Y nadie quiere que su preciada maleta se codee con esas desafortunadas compañeras que contienen ropa sucia y chanclas sudadas. No, no… Además, para los que vivimos en México, tenemos muy claro que documentar maleta significa un par de horas más de viaje…


Y ya cuando parece que por fin podremos relajarnos en nuestrto pedazo de asiento, cuando le ganamos al vecino el descansabrazos, acomodamos nuestra bolsa debajo de los pies, y verificamos que la tele funcione, entonces llega la siguiente prueba. No ser regañado por las aeromozas y aeromozos del avión. Que con todo respeto y admiración, no sé en qué momento se convirtieron más bien en algo parecido a nanas de escuela. Y es que le hablan a uno tan golpeado que parece que bajar la mesita antes del despegue es el quinto pecado capital… Y recuerdo que estando sentada en mi angostito asiento, me pusé a pensar en qué momento viajar se volvió una monserga. ¿No era lujo? ¿No había una época en que moverse de un país a otro significaba champán, asientos amplios y meseros con guantes blancos?


Ya ni llorar es bueno, como diría Sartre: "Puede que haya tiempos más bellos, pero este es el nuestro."

Y en nueve horas de vuelo me dio tiempo de ganarme una tortícolis tremenda, de comerme un Twix, de leer, de ver la películan de Goodfellas (buenísima), de seguir el mapita geográfico con la estela del avión, de observar cómo la pasajera de al lado lograba dormir en cualquier posición, incluso con la cabeza colgada y el olor a comida. Ah, y también me dio tiempo de tomarme un par de cafés horribles. ¿Alguien me puede explicar cómo, con tantos avances y tanta tecnología, el café de los aviones puede ser tan deplorable?


¡Prueba superada!, llegamos a la tierra de la libertad, “the land of the free”, una escala de cuatro horas en Atlanta que prometía ser un respiro pero que solo fue la continuación de la infernal travesía. Una hora y media de fila para pasar migración. Otra hora para pasar seguridad, otra fila para comprar comida en los diversos locales de comida rápida. Uno quiere desayunar un huevito fresco, pero no. Las opciones son Panda Express, McDonald’s, pizza o unas ensaladas prehechas que contienen huevo duro. Guácala. Pero la verdad es que después de nueve horas de vuelo, lo que sea sabe a gloria. Ese aeropuerto es un mundo, es uno de los más transitados, tiene vuelos hacia todos lados, metro, diferentes terminales, tiendas, mucha gente y un chingo de policías. No pude evitar fijarme en ese dato, menos aún después de haber vistado Santorini, una isla cuatro veces más grande que aquel aeropuerto y donde, según dicen, no hay ni veinte policías en total.

Subimos al siguiente avión sonrientes, saboreando la idea de que en pocas horas estaríamos en casa, comeríamos sopa de pasta, nos bañaríamos bajo la mejor regadera y dormiríamos en la mejor cama que uno puede tener, o sea, la propia.


Y tres horas y media después, cuando finalmente nos encontrábamos sobrevolamos el Aeropuerto de la Ciudad de México me di cuenta en el mapita que el avión daba y daba vueltas. Habían anunciado que pronto aterrizaríamos, pero el avión nada más no bajaba. Y entonces llegó el anuncio, el capitan nos informó, que el aeropuerto estaba inundado y que nos iban a desvíar al aeropuerto del Bajío, es decir de León, es decir de Guanajuato, es decir, a donde opera el Cártel Jalisco Nueva Generación, en disputa constante con el Cártel de Santa Rosa de Lima, ambos dejando a la región con la medalla de la octava ciudad más peligrosa de México.


Llegamos a la tierra prometida como en veinte minutos. Yo lo único que quería para ese monento era bajar del avión, conseguir un hotel, y dormir. Ignoraba que para eso todavía faltaban muchas muchas horas. Pues una vez en tierra firme, nos dejaron cuatro horas y media más encerrados en el avión. Para ese momento, ya sumábamos un chingo de horas viajando. El agotamiento se mezclaba con el hartazgo y sobre todo con la impotencia. Debo admitir que me impresionó la calma y quietud de todos los pasajeros. Al parecer, ya todos entendimos que nuestra voz no será escuchada y hemos aprendido a vivir resignados.


Mientras tanto, el capitán nos mareaba diciendo que el personal del aeropuerto estaba buscando hoteles para todos los pasajeros y la tripulación. Pero apenas pusimos pie fuera del avión, a todos los miembros de la tripulación se los tragó la tierra. Nunca volvimos a verlos. Ni siquiera había a quién preguntarle nada.

El pequeño aeropuerto estaba desbordado, nueve aviones desviados, hoteles y taxis agotados, el único lugar para comer colapsado, sin comida, sin servicio… ni papitas, ni chocolates, todo había volado. Y para rematar, las tiendas estaban cerradas porque era la una de la madrugada.


La nueva fila (para ver cuándo nos mandarían de regreso) era inmensa. Por supuesto, no nos dieron ni hotel ni nada, aunque Delta, muy amablemente, nos cambió el vuelo. En mi aplicación ya aparecía el nuevo itinerario pero el avión saldría doce horas después. ¿Y qué se suponía que iba a hacer hasta entonces? Tres niños agotados, sin taxis, sin Uber (y con la recomendación de que mejor ni me subiera a uno), hoteles cercanos llenos… No, muchas gracias, ya con el viaje premium del día era suficiente.


Finalmente tuve que comprar boletos nuevos, llegamos al AIFA y todavía nos aventamos una hora cuarenta en coche. Pero aquí estoy, después de tres vuelos, tres interrogatorios, incontables revisiones de seguridad y un sinfín de horas de espera, en mi dulce hogar, descargando cinco vales electrónicos que, en teoría, compensan el vía crucis. ¿Serán un reconocimiento por aguantar? ¿Una disculpa? ¿Un soborno para no reclamar? No. Más bien son un premio de consolación. El mismo que nos daban en la primaria cuando perdíamos la carrera, el dulcesito con pasita adentro que sabía horrible, pero que al menos nos evitaba el llanto.


Y me pregunto en qué momento nos acostumbramos a aceptar estos gestos como si fueran victorias. Cuándo dejamos de exigir llegar a tiempo, de evitar humillaciones innecesarias, de que el servicio funcione como debería… cuándo es que empezamos a agradecer migajas envueltas en signos de pesos. ¿Cuántes veces y en cuántos ámbitos de nuestra vida nos conformamos con esa palmadita de consolación? Y lo peor de todo… ¿cuándo aprendimos, además, a agradecerlo y a celebrarlo?

 

 

 
 
 

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