Acto de fe
- Olga Micha

- 7 nov
- 4 Min. de lectura

La entrada a la playa era a las 8:00 am. Yo ya iba muy presionada porque comencé el trayecto a las 8:10. Waze marcaba 30 minutos de camino y la verdad hice mi mejor esfuerzo por salir 7:30 am, para llegar a la hora de la supuesta entrada, pero no lo logré, uno propone pero Dios dispone.
El último tramo de carretera estaba desértico, pura terracería, cactus y montañas. Bonito, silencioso. Pero yo iba nerviosa. No conocía el camino, iba sola en un coche rentado, y al parecer, yo solo me doy cuenta hasta el mero momento, de que tomo demasiados riesgos sin medir bien las consecuencias.
Pero ya estaba cerca, a diez minutos de llegar, así que le dije a mi cabeza que se concentrara en el momento presente y que dejara de proyectar tragedias. Suena simple, pero la realidad es que rara vez me obedece, esta vez lo hizo.
Llegué a la playa, en la entrada me ofrecieron rentar una sombrilla y una silla de esas plegables que claramente no diseñó un italiano, pero sí algún ingeniero práctico que entendió que la funcionalidad vale oro. En esa playa no hay ningún servicio, no venden nada, no hay camastros, no te mueven la pancita, ni rentan jet skis, la mantienen casi virgen, y eso es parte de la magia. Por eso hay horario de entrada y de salida, porque limitan la cantidad de visitantes. El caso es que, aunque me encanta el calor, no me gusta estar mucho tiempo bajo el sol, ya a cierta edad uno no busca estar bronceado, sino conservar lo que queda. Así que renté ambos artículos, me estacioné y bajé a la paradisíaca playa.
En efecto, el trayecto valió la pena.
Me quedé observando el mar cristalino, las montañas arropando el agua, el pelícano inmutable ante la gente que nadaba de pie por lo bajo de la marea y los peces que se observaban desde la superficie.
Respiré profundo, intentando relajarme del estrés del trayecto y me di a la tarea de acomodar mi sombrilla sobre la arena. Saqué de la bolsa de lona la sombrilla estilo paraguas y un palo que venía aparte. Nunca he sido buena para armar nada, pero eso se veía muy sencillo, meter el palo sobre el otro palo, hacer una montañita de arena, clavarlo y abrir la sombrilla.
Eso hice, pero ¡oh, sorpresa! El tubo no se sostenía. Empecé a sudar, a buscar a un alma caritativa que me ayudara. No había nadie, solo turistas bajo sus propias sombrillas ya instaladas o perdidos en sus propios mundos. A excepción de una chava hindú con su mamá, que me observaban desde sus sillas plegables como si yo fuera el entretenimiento más divertido del día. Las saludé y les pregunté primero en español, luego en inglés, que cómo le habían hecho para que su sombrilla quedara tan bien puesta. Nos ayudó un joven, me dijo la chava. Pero por supuesto, el joven ya no estaba ahí. Ley de Murphy. Yo solo me reí y le dije que ya qué, que todos los días se aprende algo nuevo.
Entonces, en mi segundo intento, me puse a cavar un hoyo. Desmonté lo que llevaba armado, dejé la sombrilla sobre la arena y metí las manos, un poco frustrada al darme cuenta de que nada es tan simple como parece. En serio, pensé, ¿tanto problema para colocar una sombrilla?
Hice el hoyo y dije, ya está. Metí el tubo de nuevo, cubrí el espacio con arena y justo entonces empezó a soplar el viento. Mi sombrilla se tambaleaba.
Para no hacer el cuento largo, tardé otros cuatro minutos en lograr equilibrarla. En algún momento dejé de pelear, desenfundé la silla, que afortunadamente solo necesitaba una sacudida para quedar lista, y me senté a observar el mar. ¡Por fin paz!, miré hacia arriba, mi sombrilla era azul marino, con dibujos de peces tipo piraña, todos con la boca abierta. La tela bailaba al son del viento y me dio risa ver a esos peces de caricatura infantil sobre mi cabeza. Mi silla, en cambio, era roja. La verdad que los artefactos que me rentaron eran muy estilo México. No combinaban pero funcionaban. Muy poco ad hoc para decorar la playa más bonita del país, pero muy exactos para describir, de alguna forma, nuestra cultura, colorida, medio improvisada pero siempre ingeniosa.
Y ahí, mirando el mar que casi parecía laguna, me quedé pensando en que hasta para enterrar una simple sombrilla se necesita una mezcla exacta de varios elementos, que si la profundidad del hoyo, que si la fuerza del viento, que si la inclinación del tubo. Ahí, sentadita en mi silla roja, pensé que el acto de querer inmovilizar una sombrilla sobre un terreno que se deshace debería considerarse, ante todo, un acto de fe. Pretender que un suelo movedizo sostenga algo que va a ser golpeado por el viento es, objetivamente, una estupidez. Y sin embargo, funciona.
Y luego pensé que así somos. Que a nosotros nos gusta enterrar bien todo aquello que, por naturaleza, es transitorio. Nos aferramos a rutinas, trabajos, personas, definiciones, recuerdos… nos aferramos a que permanezcan iguales, pero se nos olvida que todo está puesto sobre arena, que a todo le pega el viento.
Y ahí estaba mi sombrilla, tambaleándose, pero de pie.
No tenía sentido, pero funcionaba.
Como casi todo.
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