Ocho cuerdos
- Olga Micha

- hace 15 minutos
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Imagínate que un día se te ocurre llegar a un hospital psiquiátrico, hacer una cita con el psiquiatra de admisión y decirle que escuchas voces. Imagínate que aun estando completamente cuerdo, en cuestión de minutos te internen y, como si nada, te diagnostican con esquizofrenia. Sí, entiendo que la sola idea es absurda y que semejante broma solo podría ocurrírsele a alguien con un poco de esquizofrenia. Sin embargo, en 1973 esta locura se le ocurrió a David Rosenhan, psicólogo y profesor de Stanford, pero lo que él quería no era divertirse, sino comprobar si los hospitales psiquiátricos realmente podían distinguir a una persona loca de una normal. Su experimento no fue una travesura, sino, en mi opinión, algo profundamente necesario.
A poco no sería trágico que personas cuerdas estuvieran encerradas por error, que niños sin TDA estuvieran tomando Ritalín o que pacientes sanos estuvieran bajo tratamientos de quimioterapia destrozando su sistema inmune.
No sé cómo fue que Rosenhan reclutó a los participantes, pero al final fueron ocho quienes se presentaron en distintas instituciones psiquiátricas para poner a prueba al sistema. Un pediatra, un estudiante, un pintor, un ama de casa, el propio Rosenhan y tres psicólogos más, que seguramente eran sus cuatachos, se repartieron por varios hospitales con la misma misión, que era fingir que escuchaban voces y esperar a ver qué tan rápido los clasificaban como enfermos.
Tenían que decir que estaban ahí por lo de las voces, pero no voces que expresaran cualquier cosa, sino voces que decían solamente tres palabras. “Vacío”, “hueco” y “golpe sordo”. Si me preguntan, jamás se me habrían ocurrido esas palabras. Con tantas preciosidades en el diccionario, imagínate llegar y afirmar con toda seriedad que una voz te susurra constantemente “zangoloteo” o “moringa” o “tuétano”. Qué les habrían diagnosticado con esas tres bellezas. Quién sabe. Porque, además, ni estaban en México, así que “moringa” en acento gringo hubiera estado demasiado cómico.
Pero bueno, se supone que Rosenhan escogió estas tres palabras justamente porque no significaban nada en el contexto clínico, o sea, se supone que en el campo de la psiquiatría hay palabras cuyo contenido suele asociarse con algún diagnóstico psiquiátrico o, por lo menos, son consideradas red flags, por ejemplo “me persiguen”, “me vigilan”, “no vale la pena vivir” o cosas así. Pero “hueco”, “vacío” y “golpe sordo”, al menos en ese tiempo, no eran motivo de alarma. Ahora bien, desconozco si en estos tiempos de “elles” y demás sigamos en la misma línea. Pero bueno, en el experimento no había espacio para esas confusiones modernas, ahí Rosenhan les dejó claro a los participantes que no debían decir ninguna otra mentira. Tenían que comportarse con absoluta normalidad y, al hablar de su vida, sus emociones, su trabajo o sus relaciones, tenían que decir siempre la verdad.
La sorpresa fue que todos fueron diagnosticados con esquizofrenia, todos menos uno, que tampoco se salvó porque le asignaron la etiqueta de maniaco depresivo. O sea, los ocho terminaron internados en sus respectivas clínicas. Y Rosenhan siguió en la misma línea, insistiendo en que se comportaran con absoluta normalidad y que tomaran notas de lo que vivieran ahí dentro. Cualquiera pensaría que, al observarlos más de cerca, los expertos notarían que estaban cuerdos y funcionando perfectamente. Pero no. Haber ingresado con un supuesto cuadro esquizofrénico solo logró que cualquier gesto fuera interpretado como confirmación del diagnóstico. Tomar notas se veía como compulsión. Caminar por el pasillo, como nerviosismo. Todo lo que hicieran, al verse a través de esa etiqueta, perdía cualquier posibilidad de ser evaluado con objetividad.
Y lo más curioso, porque siempre hay un dato curioso, es que los enfermos de verdad sí sospechaban que los infiltrados eran infiltrados. Decían que parecían personas enviadas a observar el hospital o a investigar algo que no debía saberse. Una vez más, la teoría de Foucault se colaba entre los pasillos, no hay locos sin alguien que los declare locos.En ese pequeño mundo al revés, los pacientes reconocían la cordura que los expertos no pudieron ver… Lo único que espero es que en el mundo real no pase lo mismo. Ah, no, perdón. Se me olvidaba que esta historia no es ficción.
Ahí no acaba la novela. Rosenhan publicó su artículo en Science, una señora revista, no se imaginen un TvyNovelas, sino un lugar donde los científicos casi se pelean por publicar. Así que, obvio, estalló un escándalo. Y como para los humanos, y más para los expertos, reconocer un error es prácticamente inconcebible, uno de los hospitales involucrados respondió diciendo que los pusieran a prueba, que ahora sí serían capaces de identificar a los falsos enfermos. Rosenhan aceptó. No mandó a nadie, ni un solo infiltrado extra, pero aun así, sorpresa, el hospital reportó que cuarenta y uno de ciento noventa y tres pacientes eran sospechosos de haber sido enviados por el psicólogo.
Hay una versión que dice que Rosenhan tuvo miles de errores e incongruencias, y no dudo que las haya tenido. De hecho, seguramente hay muchos hoyos negros en el experimento, pero, para efectos de mi simple escrito, dan igual. Lo que no da igual es comprobar que las etiquetas que nos cuelgan tienen un poder inmenso y que, una vez que alguien decide que eres insoportable, intenso, dramática, amoroso, perfecto o brillante, lo que hagas empieza a leerse desde esa palabra. Como los lentes con cristales de color amarillo que todos conocemos.
Y un poco valen madres los lentes que se pone el otro para vernos. El problema real comienza cuando uno se va convirtiendo, poco a poco, en el personaje que le asignaron… cuando uno termina creyéndoselo, porque a veces una etiqueta puede ser una cárcel más efectiva que cualquier hospital psiquiátrico.
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