Limpieza a medias
- Olga Micha

- 24 oct
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 6 nov

Estaba haciendo limpieza de mi clóset, algo que honestamente detesto. Me da mucha flojera eso de limpiar, organizar, doblar, decidir qué se queda y qué se va… De verdad me choca y me agota, y con el tiempo he llegado a la conclusión de que no es tanto por el mero acto de limpiar, sino porque hay un cúmulo de sentimientos y emociones que se mueven al estar horas dentro de nuestro propio vestidor.
Es que limpiar el clóset no se trata solo de quitar el polvo ni de reacomodar objetos. O sea, sí, pero no. Seamos honestos, en el clóset está prácticamente toda nuestra existencia. Es el lugar donde podemos volver al pasado, en el que guardamos lo valioso y en el que notamos de qué cosas no hemos podido desprendernos. Hay incluso cositas o cajitas dentro del clóset que preferimos no abrir, porque si lo hacemos, salen telarañas. No hablo de manera literal, pero ya me entienden… Pero una caja con alguna antigüedad pellizca el corazón y enciende los recuerdos. Nos hace pensar en cómo el tiempo pasa sobre nosotros, pero las cosas permanecen igual. Y entonces uno mira esos objetos y piensa, ¡ok!, te tengo a ti, pero ¿dónde quedé yo?, ¿esa de aquellos tiempos?
Eso me pasó justo en el momento en que abrí el cajón de los collares. Entre piedritas, colgajos y pulseras encontré un cuerito que recordé haber comprado en mi época dark, o como dirían mis hijos, en mi época emo. El collar no tiene nada de oscuro, es uno de esos con un nudo de cada lado para hacerse grande o chico, con un colgante de yin-yang en el centro. Ese símbolo que se puso de moda en los noventa y que representa la idea de que en toda oscuridad habita una luz, y que en toda luz se esconde una sombra.
Recordé que esa reliquia la compré en Coyoacán. En ese tiempo, al igual que ahora, yo buscaba el sentido de la vida. Jugaba Ouija, me leía las cartas, fumaba Marlboro rojos y leía a Brian Weiss. Además, me pintaba el pelo de negro (soy güera) y tenía un arete en el ombligo. Esa era mi definición de dark, jajaja. O sea, más bien era fresa con toques de rebeldía.
Creo que si pudiéramos guardar nuestra identidad en un espacio físico, ese sería el clóset (aunque pensándolo bien, hoy en día, esa habita más bien dentro del teléfono). Pero el clóset, con sus rincones y secretos, puede llegar a ser el mayor laberinto de nuestra vida.
Y es que no hay duda que en una simple limpieza de clóset podemos vernos a través de los años. Ese suéter que lleva siglos colgado, que no lo hemos usado desde que regresamos de aquel viaje adolescente con las amigas, pero que tampoco se puede ir porque nos recuerda y nos asegura que aquella experiencia fue real y nos perteneció. Dentro del clóset podemos ver cómo nuestro cuerpo se ha ido transformando, basta con intentar meternos el pantalón rezagado, ese que se ha ido escondiendo en el último gancho porque no quiere hacernos sentir mal. Que ya no cabe en la pierna. Nuestra pierna no es la que era, y nosotros tampoco.
El clóset conoce todas nuestras versiones, es quien guarda nuestras pieles, esas mismas que las serpientes mudan tres o seis veces al año. El clóset sabe qué disfraz usamos para cada ocasión, sabe cuándo nos atacan los vacíos existenciales y los disimulamos colgando, en los tubos de metal, ganchos nuevos con ropa que promete una vida nueva, pero cuya promesa se rompe en un abrir y cerrar de ojos.
Hay cajones para todo, contenedores para lo que más atesoramos, cajitas para lo que por alguna razón vamos a revisar luego, algún baúl con botones... ¡ah! y también una caja fuerte, jajaja. Literal, como si los rateros, al verla, fueran a pasar a retirarse educadamente. ¿Y qué guardamos en esa caja? ¿joyas?, ¿dinero?, ¿cartas? Cada quien sus temas… pero apuesto a que el clóset es un lugar donde no dejamos entrar a cualquiera.
Luego, en medio de la catarsis de hacer la dichosa limpieza, siempre aparece algún objeto que preferiríamos que nadie encontrara. No porque tenga nada raro, sino porque es demasiado nuestro… un diario, una carta, una tontería demasiado personal. A mí, en ese caso, me entra la pregunta absurda pero inevitable de ¿y si me muero? En serio, ¿qué hace la gente con las cosas personales del que se fue? ¿leen sus cartas? ¿guardan sus amuletos? ¿o simplemente pasan con una bolsa de basura y hacen, ahora sí, una limpieza verdadera y definitiva?
Y entonces, entre la evasión, los sentimientos y los pensamientos, al fin me animé a abrir el cajón de las cochinadas, esos recuerdos que no tienen ningún valor monetario, pero Dios mío el valor sentimental. Esos recuerdos que son peligrosos porque atraen melancolía, y la melancolía tiene una fuerza magnética de la que es difícil salir… Encontré una piedra de mi primer hike, la concha de una playa remota, un boleto de tren desteñido, una servilleta con una frase que un día alguien me regaló y, por supuesto, los cassettes con el mix de las mejores canciones grabadas con el ruido de la estática de fondo.
Escribo esto con el yin-yang entre las manos, ese amuleto noventero que sobrevivió a todas mis mudas de piel. No hombre, meterse al clóset puede ser un viaje astral. Quien lo hace con conciencia siente que mete un cucharón largo por la garganta y revuelve todo su interior…
Yo preferí dejar el clóset a la mitad y venir a relatar la experiencia. Llegué a la conclusión de que, cuando por fin me decida, voy a sacar eso que ya no uso ni me representa. Amo mis recuerdos, pero dicen que hay que dejar ir, y supongo que es verdad. Hay que quedarse con menos ropa, con menos ruido, con menos pasado, pero con mucho más espacio.
Sospecho que el espacio vale más que casi todo lo demás.
%201.png)
%207.png)



Comentarios