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Antídoto

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Don José era un hombre nacido en los cuarenta. Pertenecía a la generación silenciosa, esa educada en el trabajo duro, con valores de disciplina y respeto. Vestía traje, corbata y sombrero, aunque el único plan del día fuera salir a la terraza a contemplar cómo se iba modificando la intensidad del sol. Llevaba siempre un pañuelo rojo, perfectamente doblado en la bolsa derecha del saco, y dentro de esa misma bolsa guardaba otra cosa… un detalle mínimo, pero fuera de serie.


A Don José lo conocí gracias a su nieta, mi profesora de filosofía. Una mujer de mediana edad, escéptica, terca y muy culta. Contradictoria a más no poder, pues pensaba, por ejemplo, que el amor era un concepto romántico que la gente usaba para justificar sus carencias, pero que la fe, en cambio, era fundamental para existir. Defendía la libertad de pensamiento, pero si pensabas diferente a ella, se empeñaba en convencerte de su razón. Además, era muy divertida, porque siempre buscaba un ejemplo real para convertir los conceptos en experiencias. Y fue por eso que un día me llevó a conocer a su abuelo.


Todo comenzó cuando llegamos al tema de la esperanza. Recuerdo que en el temario decía algo como La esperanza, la única que se quedó dentro de la caja de Pandora.


La maestra nos contó entonces la historia griega de la caja. Esa historia que dice que, cuando Zeus se enojó con los hombres porque Prometeo les había robado el fuego, decidió castigarlos. Entonces ordenó a Hefesto que creara a la mujer perfecta, y así nació Pandora, la primera mujer mortal.


Los dioses le dieron todo tipo de dones, belleza, curiosidad, simpatía y no sé que tanto más. Pero junto con ellos también le dio una caja que no debía abrir. Y claro, Pandora pensaba como pensamos nosotros… “dime que no lo haga para hacerlo con más ganas”. Así que abrió la dichosa caja, y de ahí salieron todos los males que conocemos. Cuando por fin logró cerrarla, adentro se quedó solo una cosa, y esa fue la esperanza.


A mí la historia me pareció buenísima, pero no entendía cómo alguien con un mínimo de lógica podía meter la esperanza en la misma caja que las desgracias. Si estaban juntas, era porque eran del mismo club. Cuando le dije eso a la maestra, puso los ojos en blanco y me dijo que yo, en otra vida, debía haber sido auditora del SAT o crítica literario, porque no había forma de que viera el lado bueno de nada. Según ella, los dioses nunca daban un veneno sin su antídoto.


Salí al descanso, me compré un café y una dona cubierta de chocolate, y mientras le daba mordidas a las miles de calorías, me senté en la banquita a pensar en la esperanza. No por nada, pensé, la palabra esperanza contiene la espera dentro. Y es que la esperanza no es otra cosa que esperar, y los seres impacientes como yo creemos que el que mucho espera se le termina yendo la vida. El chocolate se derretía en mi boca sin espera ni esperanza y entonces recordé a Nietzsche. Sonreí, pues ya tenía con qué rebatir el tema.


Regresé al salón con mucha fuerza por el exceso de azúcar. Le dije a la maestra que sí, que tenía mucha razón, que yo era muy negativa, pero que coincidía con Friedrich Wilhelm Nietzsche, y que la esperanza estaba dentro de esa caja por una simple y sencilla razón, porque, como bien decía aquel genio loco, ese era el peor de todos los males, ya que prolonga el tormento del hombre. Se puso lívida. Debí de haber guardado un pedacito de dona para subirle el azúcar.


¡Que no!, gritó. ¡Que es todo lo contrario! ¡Que la esperanza consuela! ¡Que es la virtud más fuerte! Y que si yo me iba a sacar de la manga a Nietzsche, ella me iba a mencionar a todos los que defendían la esperanza… que Spinoza, que Erich Fromm, que Hannah Arendt. Yo, para entonces, ya había entendido que la maestra tenía un tema muy personal con aquel concepto, y cuando eso sucede, la objetividad se va directamente por la coladera.


Así que, en voz bajita y con ganas de que sonara la campana, le dije que entendía su punto, pero que para mí la esperanza era una forma de evasión de la realidad, una venda en los ojos que atonta y tranquiliza, un salvavidas que nos mantiene a flote, pero no nos enseña a nadar. Fue entonces cuando me dijo que me iba a llevar a conocer a su abuelo, Don José.

 

Como el caballero que era, Don José se levantó de su silla al vernos llegar. Se quitó el sombrero y nos hizo pasar al balcón. Sobre la mesa había tres vasos y una jarra de agua de horchata, que nunca me ha gustado porque, igual que la esperanza, me parece un agua que promete más de lo que cumple. Pero igual me la tomé. Había frutos secos y un par de libros. Don José tenía las manos arrugadas, los dedos largos, la voz ronca y una dulzura general.


La maestra, que en clase era un muro de argumentos, allí era otra. Le acomodaba los cojines, le servía el agua con cuidado, le sonreía. Y pensé que todos tenemos alguien así, que nos desactiva nuestra armadura y nos derrite. Platicamos un poco, pero Don José ya sabía por qué estaba yo ahí. Así que no hizo esperar y sacó esa cosa que guardaba junto con su pañuelo rojo en el bolsillo derecho del saco. Me quedé helada. Dijo que lo tenía desde los años setenta, y que eso le había salvado la vida. Me contó que, recién casado, vendía calcetines, pero los negocios iban mal. No era pobre, pero empezó a sentirse como tal.


La cabeza es traicionera, me dijo. Cuando uno se convence de que todo va mal, uno empieza a empobrecerse aunque tenga la cartera llena. La pobreza mental llega cuando uno deja de creer que algo puede cambiar. Y cuando eso pasa, ni el dinero sirve.


Yo abrí mucho los ojos, la verdad que eso no me lo esperaba. No dije ni una palabra. Me quedé mirando aquel objeto, nada más y nada menos que un simple rasca y gana al borde de hacerse polvo por el paso del tiempo. Un boleto que llevaba cincuenta años guardado en un bolsillo sin ser raspado.


Don José tomó el boleto con sumo cuidado, como si fuera una obra de arte delicadísima.


Por eso nunca lo raspo, dijo. No porque crea que me voy a volver millonario, sino porque mientras no lo raspe, podría serlo. Y eso, mijita, es lo que mantiene viva a la gente, no lo que tiene, sino lo que todavía podría pasar.

 

Los tres nos quedamos callados, mirando el boleto entre sus dedos viejos.

 

La maestra se notó complacida y yo la dejé estar.


Al día siguiente fui a la tienda a comprarme un raspa y gana. La idea era guardarlo hasta el fin de mis días, pero por supuesto que no aguanté ni dos horas. No gané nada y tampoco lo esperaba. Pero durante ese rato, entre la duda y la risa, entendí a Don José.

 

Dejar la cajita cerrada con la esperanza dentro no es tan mala idea, porque a veces, con creer tantito alcanza.

 

 
 
 

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