Palabras caras
- Olga Micha

- 25 jul
- 5 Min. de lectura

Aterrizar en aquel país fue algo único. Y es que, en el instante en que el avión posó sus ruedas en la pista de Hush, el ruido se hizo silencio. Las personas hablaban, pero solo decían lo necesario… Se escuchaban con fuerza los ruidos externos, esas cositas que en mi país yo apenas percibía, como cuando mi vecino de asiento subió su mesa y le puso el broche. Prometo que había tan poco ruido que alcancé a oír el rechinido de aquel pasador al deslizarse.
Desde que solicité mi visa de viaje, me pidieron mis cuentas de banco, tuve que dar en garantía mis tarjetas de crédito y firmar un par de papeles en los que me comprometía a no volver si contraía algún adeudo que no pudiera pagar. Hush era un país extraño, pero quienes lo visitaban regresaban diferentes. El motivo de mi visita era ayudar a mi amigo, que ya tenía un año que se había ido y aún no lo dejaban volver. Él era el más simpático del mundo, de verdad. No había vez que yo me sentara con él en una mesa y no me atacara de risa. Era tan bueno para las palabras, para las historias.
No entendía qué había pasado para que tuviera tantos problemas en aquel país, pero como todo en Hush era un secreto, no me quedaba de otra más que viajar hasta allá para descubrirlo.
Llegando al aeropuerto comenzaron las pistas. En la salida internacional había un letrero, en grande y con letras rojas decía Bienvenidos a Hush, favor de elegir bien sus palabras. No entendía nada, pero el silencio seguía siendo lo que más me llamaba la atención de aquel lugar. El oficial de migración me saludó con un movimiento de cabeza, le entregué los papeles, los selló, me sonrió, le dije gracias y me dejó pasar respondiendo de nada.
Debo aceptar que no se sentía incómodo el ambiente, solo tranquilo, diferente. Al observar a las personas de mi alrededor, percibía que casí no hablaban, pero se miraban con cercanía, se tocaban mucho, una caricia en la mejilla, un apretón de hombro. En Hush, el contacto físico parecía sumamente común.
En el metro, camino al hotel, leí el folleto que me entregó el guardia. Decía que la recomendación era revisar mi estado de cuenta Hush cada noche. Supongo que así podría administrar mi dinero y no quedar en adeudo. Pero yo lo único que había gastado hasta entonces era el boleto del metro. Por lo que pensé que no tenía de qué preocuparme. Debajo venía una lista de palabras, palabras simples como gracias, buenos días, por favor, te entiendo, te quiero, te ayudo… No sé, pero yo sentía que había llegado a una terapia universal de lenguaje.
Y entonces subió una mujer que parecía igual de confundida que yo. En quedito me preguntó si apenas estaba llegando. Le respondí que sí. Esto me parece enfermizo, dijo ella con desespero. Y entonces el vagón se detuvo y la luz se apagó. Tardaron un par de minutos en arreglar el problema técnico, y el hombre de al lado se nos quedó mirando feo y nos pidió en bajito que cuidáramos nuestras palabras.
A mí ya me estaban empezando a estresar. Qué tanto problema con hablar lo que a uno le diera la gana. Y eso del estado de cuenta… no bueno. A dónde me había ido a meter.
Al salir a la calle, observé que en Hush no había espectaculares publicitarios, todo era limpio, simple. En la entrada del hotel había un jardín hermoso. Yo estaba desesperada por hablar. Digo, no es que sea la gran parlanchina, pero en cuanto me limitan en algo, me empiezan a dar demasiadas ganas, así que me puse a decirle a los botones en flor que estaban muy bonitos. Y de verdad estaban muy bonitos. Creo que nunca me había acercado a observar a un botón en flor antes. Es una obra de arte minuciosa y perfecta. Pero pensé que Hush me estaba enloqueciendo, pues, un par de segundos después, los botones se abrieron con una rapidez ridícula. Volteé a ver si alguien había visto lo que pasó, pero no había nadie alrededor. Me volví a callar la boca.
El hotel era hermoso, música instrumental de fondo, luz tenue, personal muy amable. Sin necesidad de palabras hacían sentir su presencia. Me parecía que esas sonrisas calladas eran las sonrisas más genuinas del universo. Parece tonto, pero cuando las sonrisas van acompañadas de palabras, no nos da tiempo de observar la profundidad del gesto. Lo juro.
Ya en mi recámara entré al estado de cuenta. Debía ya dos mil pesos.
No pensaba quedarme ahí demasiado tiempo. A ese ritmo terminaría en bancarrota igual que mi amigo. Entonces me dirigí directamente a la dirección que me había proporcionado. Google Maps marcaba veinte minutos caminando hasta el dichoso Instituto de Silencio. Caminé.
Ese mundo me tenía impresionada, ni los niños parecían necesitados de hacer tantas preguntas. Pasé frente a un parque y sí, escuché algún llanto, una risa, pero poquísimas palabras. Pensé que eso sí era triste, pues yo siempre había asegurado que la magia surgía de las preguntas de los niños. Aunque la verdad tampoco parecían traumados. La traumada era yo, pero los ciudadanos lucían bastante felices.
Mi amigo me dio el abrazo más largo y genuino que nadie me ha dado jamás. Comencé a abrir la boca para consolarlo, preguntarle qué había pasado. Él puso el dedo índice sobre mis labios. Me callé. Pagué la deuda y salimos tomados de la mano. Para ser honesta, se me quitaron las ganas de hablar, no tanto por el susto de la cuenta, sino porque ese momento era tan perfecto que sentí que las palabras lo arruinarían.
No fue hasta nuestro regreso cuando mi amigo me explicó que en aquel extraño país las palabras cuestan. Ahí pesan, me dijo, y no solo importa la longitud de cada frase, sino la intención, la forma, el objetivo. Seguro te habrás dado cuenta de que algunas palabras son subsidiadas por el gobierno, ya sabes, esas de la lista, pero todas las demás te las cobran. Me dijo que ese lugar, hacía tiempo había sido destruido por un gobernante de esos que abundan en la actualidad, que hablan por deporte, porque pueden y ya. A ese hombre le callaron la boca llenándola de monedas.
Así es como se les ocurrió que la única manera de tener un país primermundista de verdad sería si las palabras fueran tomadas en serio. Y qué mejor manera de hacerlo que cobrándolas. Lo más interesante es que, después de años de llevar a cabo esa ley, las palabras comenzaron a modificar la realidad. En ese lugar te puedes llegar a sorprender lo que provoca decir una palabra bien intencionada.
Entonces recordé al botón en flor.
Y me quedé pensando en cuántas palabras habría dicho mi amigo para acumular esa deuda. Lo miré y le pregunté con quién tanto había hablado, si no había con quién. Me respondió que se había enamorado, que justo ese día ya iba de regreso, que estaba en el aeropuerto, con su pase de abordar en mano. Y entonces la vio. Se sentaron juntos en la sala de espera y, según me dijo, aplicó el método occidental de siempre… habló como loco. Chistes, historias, trauma personal, todo en menos de una hora.
Le pregunté si la había conquistado. Sonrió. Me dijo que no, que ella le dio un abrazo y se subió al avión, y que él se quedó con una deuda tan grande que no lo dejaron abordar.
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