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Morir un rato

Actualizado: 11 jul


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Recuerdo la primera clase de yoga que tomé, hace ya como 17 años... Para mí, esa sensación de entrar a una clase grupal, sin tener idea de qué te van a poner a hacer, es bastante arriesgada. Uno llega nervioso, deseando aguantar la clase completa, pero sobre todo rezando por no hacer el ridículo.

No sé por qué le tenemos tanto miedo a esa palabra, especialmente cuando su origen, ridiculus (en latín), significa “lo que provoca risa”.

¿En qué momento algo que debería ser divertido se convirtió en una especie de amenaza social?

Quién sabe…


El caso es que yo llegué, pedí con mucha pena un tapete prestado y me acomodé por ahí, en una esquina, lo más atrás que pude. Todo era zen, un mandala pintado en la pared, un buda sobre una mesa, un jarrón con flores y un palito de incienso humeando el salón. Las alumnas ya estaban sobre sus tapetes (ese día éramos puras mujeres), algunas se estiraban, otras meditaban, y yo, en mi cabeza, solo pensaba en cómo iba a sobrevivir 90 minutos ahí adentro.


El profesor entró sonriente, con un mood muy relajado, y comenzó la clase cantando algo así como "vande gurunam charanaravinde...". Yo, desde mi esquina, espiaba de reojo a las demás. Todas tenían los ojos cerrados y las manos en posición de rezo. Les copié. De hecho, a eso me dediqué toda la clase, a copiar. Porque, no nos hagamos tontos, esa es nuestra herramienta más vieja y conocida para aprender, adaptarnos y sentirnos menos perdidos dentro del rebaño.


Fue todo un reto. Tenía que poner atención a mi respiración, saludar al sol, agradecer a la vida y, al mismo tiempo, disimular que mi mirada estaba más clavada en los movimientos de la vecina que en mi propio ser. Mi interior era un revoltijo de sentimientos y sensaciones, y me impactó ver que, al mirar a las otras mujeres, parecían realmente enfocadas y serenas.


En ese entonces yo de serenidad no entendía ni un pelo, de flexibilidad menos. Tardé años en poder tocar el piso con las piernas estiradas. Tardé años en entender que no era una cosa solo del cuerpo. Que tocar el suelo, abrir el pecho o pararse de cabeza tenía mucho, pero mucho que ver con el alma y no solo con el cuerpo.


Después de más de una hora de guerreros, perros, cuervos y niños felices, creí que lo había logrado, que ya podía cantar victoria. Pero no. De esa clase, recuerdo que lo que más me impactó fue el shavasana. Esta es una palabra en sánscrito que significa “postura del cadáver”. Ya al final, cuando pensé que todo había terminado, el maestro dijo “shavasana”. Yo ya no podía más, pero como buena novata, obedecí. Me puse en posición de cadáver, bueno, de un cadáver que murió plácidamente, boca arriba, piernas separadas, brazos relajados, palmas hacia el techo, ojos cerrados. Y la verdad, no podía dejar de preguntarme en quién chingados había inventado la idea de simular su propia muerte.


El maestro decía que intentáramos observarnos desde lejos, ahí acostadas y muertas. Que esa postura se trataba de morir simbólicamente, de entregarse, de soltar los pensamientos y el control. Parece fácil… Físicamente no exige nada, no hay que estar en equilibrio, ni estirarse, ni sudar. Pero ahí, en ese silencio, empezó la verdadera batalla… la mente al mil, el desfile de pendientes, fantasmas, listas, miedos, dramas y recuerdos que uno creía olvidados.


Y eso dura como diez minutos, o más (depende del maestro). Así que, después de repasar toda mi lista de pendientes, todavía me dio tiempo de imaginar qué pasaría si de verdad yo estuviera observando mi propio cuerpo muerto. Morir a los 25 sería una tragedia. Empecé a imaginar a mi mamá llorando, viajé a mi entierro e hice un drama interno que se alejaba por completo del supuesto objetivo de la postura.


Shavasana es, para mí, la postura más difícil. Aunque hoy ya soy mucho más hábil para quedarme inmóvil y observar sin juicio el desfile de pensamientos en mi cabeza, sigue siendo el mayor reto de una clase. Porque en el fondo, la postura del cadáver no se trata de relajarse, sino de aniquilar al ego, de hacerlo desaparecer. Pero mi ego no se rinde tan fácil,más bien se sienta junto a mí, se cruza de brazos y me jode con insistencia, que si ya es hora de irnos, que qué manera de perder el tiempo, que mejor me hubiera ido a correr… y así, hasta que poco a poco dejo de dialogar con él. Dejo de ponerle atención y, aunque dure solo un instante, ese momentito de magia en el que uno desaparece, en el que uno se disuelve, vale todos los años de esfuerzo.


Hoy entro a clase con mi propio tapete y canto gurunam, comprendiendo que con ese cántico le pido al universo que me ayude a disolver la ilusión y a ver con claridad. A veces me copian, supongo que porque creen que sé lo que hago… La realidad es que sigo sin poder doblarme como pretzel y todavía no logro hacer el parado de manos. No sé si algún día lo conseguiré, ni importa realmente. La clase sigue siendo un reto. Pero con los años he aprendido que hacer el ridículo no es el fin del mundo, que más bien hay que soltar la pose y dejar que la vida simplemente sea. Ahora, cuando hago la práctica y cierro los ojos, los cierro de verdad, miro hacia adentro. Y sí… claro que me sigo encontrando con mi ego, que por suerte ya aprendió a tejer, así que ya no me jode tan seguido, anda entretenido haciendo un suéter fancy para mi velorio.

 

 
 
 

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