Gatos y reflejos
- Olga Micha

- 12 sept
- 4 Min. de lectura

Mi mejor amiga detesta los gatos, recuerdo que alguna vez estábamos en medio de una plática, y la simple mención de “ahí hay un gato” la hizo levantarse disparada de la silla y correr hacia la casa en donde estábamos. A mí nunca me han dado miedo, pero tampoco me encantan. Tal vez porque de niña alguien me dijo que eran traicioneros, o porque mi mamá me pasó ese prejuicio. (Si supiéramos el altísimo porcentaje de cosas que heredamos a nuestros hijos “nada más porque sí"… pensaríamos cien veces antes de opinar o etiquetar). Ahí estamos las mamás echando chisme frente a los niños, que todo oyen y todo entienden, y si entre las frases se nos va un “no me gusta el brócoli, detesto al gobierno, o pinches gatos”, hay un altísimo chance de que mañana el adulto repitiendo lo mismo sea el niñito que parece indiferente jugando con los cubos.
Pero bueno, la verdad es que nunca me había tomado la molestia de acercarme a esa especie ni de conocerla a fondo. Y, sin embargo, últimamente los gatos se me aparecen por todos lados, uno en la banqueta, otro en la novela que estoy leyendo, alguno más en mis sueños. No sé… tal vez siempre han estado ahí, pero apenas ahora empiezo a verlos de verdad y a ponerles atención.
De lo que no hay duda es de que quienes tienen gatos los consideran animales únicos y fascinantes. Hemingway, por ejemplo, además de haber escrito el famoso cuento El gato bajo la lluvia, llegó a tener más de cincuenta rondando por su casa. Así que, si alguien sabía de gatos, era él. Dicen que para él, la honradez emocional de un gato era total. Pero, ¿qué significa realmente eso? ¿Sentirse siempre bien? ¿Tener siempre buenas intenciones, buenos pensamientos? ¿Estar siempre feliz y dispuesto? Pues no. La honradez emocional es, al mismo tiempo, un concepto simple y tremendamente complejo para nosotros los humanos. Porque implica primero estar conectado con uno mismo y, después, mantenerse fiel a esa conexión.
Dicen que un gato jamás esconde sus sentimientos, le importa un carajo si su dueño se ofende, lo regaña, o lo corre. Un gato no se vende por nada ni por nadie, si está sobre tus piernas recibiendo las mejores caricias del mundo y, de repente, ya no quiere estar ahí, simplemente se levanta y se va. Punto. Los gatos son auténticos, si lo que buscan es atención, maúllan, si quieren espacio, desaparecen, si algo les molesta, arañan. No pretenden agradar ni ocultar su rechazo, así que, por obvias razones, no pueden traicionarse a sí mismos.
Los perros, en cambio, aunque estén cansados o enfermos, harán cualquier cosa por agradar y cumplir expectativas. Y nosotros, los humanos, amamos esa personalidad, la relacionamos con lealtad y entrega. No es casualidad que, en cuanto a índice de aceptación, seamos muchas más las personas que elegimos como mascota a un perro antes que a un gato. Pero me queda una duda, ¿hasta qué punto esa fidelidad no termina siendo una forma de sacrificio? ¿Cuántas veces, en nombre de la lealtad, uno se queda donde ya no quiere estar, calla lo que le molesta o se traga lo que siente?
Los gatos tienen la peculiaridad de generar amores intensos y odios profundos. Son una especie a menudo incomprendida. Son curiosos, metiches y muy misteriosos. Casi siempre los malos del cuento. ¿Cómo olvidar al gato de Alicia en el país de las maravillas?, que siempre se movía entre la burla y la verdad, incomodando con su franqueza…
No recuerdo quién decía que el gato de ese cuento sabe demasiado, es por eso que todo el rato se ríe. Y yo estoy de acuerdo, no en vano se repiten sus frases una y otra vez… “uno nunca puede estar seguro de nada en este mundo” al fin y al cabo, “todos estamos locos.” Tal vez esa es la verdadera magia de los gatos, que nos dicen en la cara lo que preferimos no escuchar.
En Egipto los gatos eran considerados casi sagrados, hasta tenían una diosa con su forma. Pero al parecer después les cambió la suerte. Pues en el Antiguo Testamento, a los gatos no se les concede ni una sola mención … En la Edad Media, les fue todavía peor, relacionados con la brujería, a los pobres animales los colgaban o quemaban por el simple hecho de existir. Luego las ratas se multiplicaron (por obvias razones) y la peste invadió Europa. Ironías de la historia, el hombre, queriendo acabar con los ayudantes del diablo, abrió la puerta del verdadero infierno. Pero bueno, hay lugares donde la suerte del gato no es tan cruel. En Japón, por ejemplo, se convirtió en símbolo de fortuna, y dicen que en todos lados hay figuritas de gatitos moviendo la pata para atraer prosperidad y buena suerte.
La neta, pobres gatos, al final son solo un animal más, pero nosotros, tercos, siempre queriendo darle a todo y a todos un significado. Incluso los genios más genios necesitan de esas metáforas, y Borges no fue la excepción, es su poema A un gato lo retrata como un ser remoto, dueño de la soledad, más silenciosos que los espejos. Y tal vez es por eso que incomodan, porque frente a ellos se nota nuestra incapacidad de mostrar un reflejo honesto, transparente.
La verdad es que la autenticidad del gato es envidiable, esa franqueza, esa coherencia no negociable. Y yo creo que mi amiga no soporta a los gatos porque, sin quererlo, se reconoce en ellos. Ella también es de las que no finge, de las que no se traicionan. Igual que un gato, se levanta de la silla cuando algo no le gusta. Fotografía sus cicatrices y las expone. Baila mejor que Selena, canta a todo pulmón y es, simplemente, ella.
Y ahora que lo pienso, creo que a veces lo que más nos incomoda no es lo ajeno, sino lo que nos refleja demasiado.
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