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Batalla de musas

Actualizado: 21 feb

Batalla de musas

 

Faltaba un día para la inauguración del que sería el museo más exclusivo del mundo. La Mona Lisa iba a ser trasladada a Abu Dhabi. Estaba histérica, después de haber vivido durante más de dos siglos en el Louvre de París, el viaje y lo desconocido la aterraban. ¿Es que no saben que París es la capital del arte? ¡Me van a separar de Europa para llevarme a un desierto adulterado y presuntuoso!, se quejaba.

 

La Gioconda recordó cuando Leonardo la sacó de Italia. Aquel viaje había sido una monserga. No estoy para esos trotes, pensaba, sin olvidar que su entrada a Versalles durante el reinado de Luis XIV había sido una experiencia única.

 

En contra de su voluntad, llevaban meses preparándola para el gran evento, que si desmontar el lienzo, abrillantar el marco, renovar el barniz, limpiar, retocar... Estaba harta. No les importa mi opinión. Después de los billones que han hecho conmigo, no tengo ni voz ni voto, insistía con rabia.

 

Acostumbrada al lujo y las comodidades, tenía la pared más exclusiva del Louvre. Millones de turistas la visitaban cada año, incluso durante la pandemia estuvo bien protegida y mimada. Los mejores restauradores del mundo la consentían, y no tenía competencia alguna en cuanto a fama y reconocimiento. No quería más. Creía que ya había visto suficiente del mundo. Lo que deseaba era que la dejaran en paz, en su París y en su pared.

 

La cubrieron con las telas más finas, y se sumió por horas en la más profunda oscuridad. Rezaba y le pedía a Leonardo, su dios, que no le fuera a pasar nada malo. Mama mía, Leonardo, ¿cómo te fuiste a morir? Si vieras lo que me quieren hacer...

 

Sentía el movimiento de lo que supuso una carreta sobre el piso empedrado, pero los ruidos no concordaban con aquella imagen. Sentía frío y la mayor parte del tiempo había silencio, excepto en algunas ocasiones, cuando una voz fuerte e ilegible decía algo de cinturones y un capitán. La Mona Lisa se aquietó al constatar que no había nada más que hacer. Se enfocó en su inmensa fama, planeó una entrada triunfal al dichoso museo y se propuso ser, como siempre, el centro de atención.

 

Finalmente, le quitaron las telas, y La Gioconda quedó impactada ante el espectáculo. Este lugar es espléndido. Luces, cascadas, tapices con hilos de oro, espejos de cristal cortado... Aquel museo era una obra de arte en sí misma. Ansiosa por descubrir cuál sería su lugar, La Mona Lisa se dio a la tarea de evaluar cada cuadro que posaban frente a ella. Algunos ya los conocía, pero la mayoría no.

 

De pronto, se dio cuenta de que no había visto tanto mundo como creía, La Ronda de Noche, El Nacimiento de Venus, Las Meninas, La Noche Estrellada... Uno más bello que el otro. Sin embargo, se puso derecha y orgullosa. Podrán ser bellos, pero no tanto como yo.

 

Un hombre la levantó con cautela y la colocó en el muro designado, simple y luminoso. La Mona Lisa se puso nerviosa al observar que los cuadros aledaños estaban colgados en paredes majestuosas, coloridas, con texturas y bordados. La suya, en cambio, era blanca.

 

Frente a ella había un nicho acogedor, que parecía destinado a un cuadro muy especial. ¿Cómo? ¿Hay una obra más especial que yo? ¡Estoy indignada, no es posible!

 

Colgada en su sitio, La Mona Lisa sintió ira y coraje.

Había llegado. ¿Quién será?, se preguntó. ¿Qué tendrá de especial para obtener ese puesto? Intentó en vano dispersar a la multitud de acomodadores que circundaban la obra recién llegada. Cuando la destaparon, La Gioconda la miró fijamente. No la conocía. Jamás la había visto, pero la odiaba.

 

—Mucho gusto —le gritó desde su extremo.

—Buenas tardes —respondió la recién llegada con una elegancia que hizo a La Mona Lisa sentirse peor.

La Gioconda la miraba con rabia. No solo le había quitado el mejor lugar del museo, sino que además era demasiado hermosa, el turbante, el vestido, ¡la perla! ¿De dónde habrá sacado esa perla?

—¿Quién es tu dios? —preguntó, sin apartar la mirada del arete.

—Vermeer —respondió la joven.

—¿Sabes quién es el mío? —insistió La Gioconda—. ¡El grandísimo Da Vinci!

—Qué bien —respondió la dama con extrañeza.

—Qué nervios, ¿no?, estar aquí en la inauguración del museo más exclusivo del mundo —comentó la joven desde su nicho.

—No tengo nervios. Si soy la obra más famosa del mundo, ¿por qué habría de tenerlos? —replicó La Mona Lisa.

 La joven levantó los hombros y sonrió. No parecía importarle mucho quién era aquella mujer.

 La Mona Lisa se sentía furiosa. Sintió un pellizco estomacal, después de años de haber gozado de una perfecta salud. Entre el enojo, comenzó a imaginarse en ruinas. Pensó que al día siguiente el público se amontonaría frente a La Joven de la Perla, y que a ella, más vieja y demacrada, la ignorarían.

 —Tu turbante está arrugado —le gritó La Gioconda como método de defensa—. Además, el fondo negro no te favorece. Creo que te dieron ese nicho tan llamativo porque, si no, nadie se te acercaría.

—No se preocupe, señora Mona Lisa —respondió la joven—. Estoy bien con todas esas cosas que usted me dice. Estoy muy agradecida de este espacio y de estar aquí. Figúrese, estuve años arrumbada en una bodega húmeda y con las paredes llenas de moho. Era una época oscura, ni siquiera recuerdo cómo llegue ahí. Solo sé que fue después de que mi primer dueño, un hombre amable pero sin descendencia, falleciera. Su patrimonio se dispersó entre acreedores y subastadores, y yo, una simple pintura sin nombre ni historia, terminé olvidada.

Hizo una pausa, como si las palabras pesaran en sus labios.

—Los años me pasaron factura. La humedad desgastó mis colores, dejando mi piel casi cenicienta, y la tela se debilitó tanto que algunos bordes comenzaron a deshilacharse. Había perdido parte de mi encanto, lo sé. ¿Cómo iba alguien a interesarse en mí, así, en ese estado?

Mona Lisa escuchaba con atención.

—Entonces, un día cualquiera, alguien me encontró. Un coleccionista, aunque no muy adinerado, pero con un ojo sensible al arte. Pidió que me sacaran a subasta junto con otras piezas menores. Cuando vi la luz después de años, sentí que estaba renaciendo. Apenas me limpiaron un poco el polvo para que fuera presentable. Y allí, frente a una docena de personas que apenas me miraron, escuché la puja más baja de todas, dos florines con treinta centavos. ¿Sabe? En ese momento me sentí como si mi valor estuviera grabado en mi desgaste. Pero ese hombre, ese coleccionista, vio algo en mí. Me llevó a su taller, restauró mi rostro, reparó el marco, y aunque no recuperé por completo el brillo original, volvió a darme un propósito. Así que imaginese usted lo que yo siento de estar aquí…

 

La Mona Lisa tragó saliva, forzó una sonrisa y se puso derecha para la inauguración.

 
 
 

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