Dos Minutos Tarde
- Olga Micha
- 18 abr
- 5 Min. de lectura

Habían quedado de verse en la librería. La entrevista estaba fijada para las once, pero esta vez, a Tomás se le hizo temprano. Caminaba por el pasillo de los clásicos, era inquieto y prefería no esperar sentado a la mujer que lo iba a entrevistar. Sentado, sentía que el tiempo se le subía encima.
Tomás era un tipo normal, arquitecto frustrado, recién desempleado, soltero, solitario e inteligente. Aquel al que rara vez le salían los planes que había hecho a lo largo de su vida. Ignoraba que eso era lo normal. Que el desajuste entre lo que uno quiere y lo que ocurre en realidad es casi una ley de esta dimensión.
La librería era moderna, con ventanales de cristal que daban al bosque, columnas de acero grabadas con citas célebres, piso de cemento, y una iluminación perfecta y minimalista, de esa que no estorba y no abruma. Tomás había participado en el concurso para ser él quien construyera aquel proyecto público, pero no lo eligieron. Al final supuso que habían tomado una buena decisión, el arquitecto ganador había hecho un gran trabajo.
En el centro del lugar había una cafetería con mesitas y alrededor muchos estantes con libros que parecían ligeros a pesar del peso que sostenían. También había una zona de lectura y suspendida del techo una escultura enorme de un reloj de bolsillo con una cadena de hierro que caía hasta el suelo. La hora del reloj era estática y marcaba las 10:10. Las manecillas eran las alas de un ave que se habían quedado abiertas y con ganas de volar.
Olía a madera, a pino y a papel. Tomás sacaba libros, los hojeaba y los regresaba a su lugar. Nunca fue un gran lector, era más amante del arte visual que de las letras. De hecho, quería diseñar un libro sobre Gaudí. Uno que mostrara cómo sus edificios no solo ocupaban espacio, sino que parecían moverse dentro del entorno. Tenía fotografías de todas las casas que Gaudí había construido, incluso de la casa Calvet, que casi nadie visitaba. Pero aquel libro, al igual que sus demás proyectos, nunca se concretó. Era indeciso, indisciplinado, no sabía apropiarse del momento… Sentía que siempre llegaba tarde, hasta a sus propios proyectos… Sabía que las oportunidades no se repetían, pero no lograba aferrarse a ninguna cuando llegaban. No había libro, ni esposa, ni familia, ni maestría, ni coche convertible, ni la vida que planeó.
Mientras deambulaba por los anaqueles, un murmullo lo sacó de sus pensamientos. Un grupo de mujeres había llegado, pero ninguna parecía ser la que él estaba esperando. Entraron en bola, eran de un club de lectura y aún antes de acomodarse en las sillas, ya discutían su libro del mes. Tomás se acercó un poco, más por curiosidad que por interés. La maestra tenía un libro entre las manos, Kafka en la orilla, de Murakami. No conocía ni a Kafka ni a Murakami, pero en cuanto la maestra empezó a leer el párrafo en voz alta, Tomás se quedó inmóvil escuchando. “Cada uno de nosotros sigue perdiendo algo muy preciado. Oportunidades importantes, posibilidades, sentimientos que no podrán recuperarse jamás. Esto es parte de lo que significa estar vivo.”
Las palabras cayeron sobre Tomás como un balde de agua fría. Hasta en los libros hay pérdida, pensó, justo antes de que sus ojos se cruzaran con un libro de lomo plateado que desentonaba con la sintonía del resto de los ejemplares de aquel anaquel.
Como si las palabras de Murakami lo hubieran guiado, se acercó, atraído por una fuerza que no podía explicar. Las letras laterales estaban borrosas, así que lo sacó por completo. Se quedó helado. El libro se titulaba El destino de Tomás. Lo abrió y se dio cuenta de que no tenía prólogo ni autor, solo fechas y eventos.
14 de diciembre de 1975, 6:38 a.m. – Nace sano, en España. Es el hijo más pequeño de la familia. Ojos cafés. Se llama Tomás…
Tomás frunció el ceño. Releyó la línea. Una vez. Dos veces. ¿Qué? Él también había nacido el 14 de diciembre de 1975. No exactamente a las 6:38, sino a las 6:40. Dos minutos de diferencia. ¿Qué tanto importaban dos minutos?, pensó. ¡Todo lo demás coincidía!
Le temblaban los dedos. Pasó la página. Tenía que asegurarse...
16 de mayo de 2002 – La madre de Tomás sufre un paro cardiaco. Tomás toma el tren hacia Salamanca para verla un par de minutos antes de que muera. En ese mismo tren, conoce a la mujer de su vida.
Tomás se quedó sin aire. Con los ojos llenos de lágrimas pensó “malditos dos minutos,” Sintió un nudo en la garganta y por primera vez entendió cuánto puede doler el tiempo.
Recordó ese día con un enorme vacío. Había salido un par de minutos tarde de la oficina. Después de la llamada de su hermano, decidió terminar un último pendiente antes de correr a la estación. Llegó justo en el momento en que se cerraban las puertas del tren. Lo vio partir y ahora entiende porque hizo tanto coraje al perderlo, ese tren se llevaba al amor de su vida, y la posibilidad de ver a su madre viva una vez más. Tuvo que tomar el siguiente, ese que llegó dos minutos después. Dos minutos… Dos irreversibles minutos.
Asombrado, continuó leyendo.
20 de junio de 2006 – Tomás firma su renuncia, sale de la oficina con un nudo en el estómago, pero aliviado porque, por fin cumplirá su sueño de construir algo propio. Aquella noche, empieza a dibujar el plano del edificio que lleva años imaginando. Duerme feliz, sintiendo que su vida apenas comienza.
Tomás se esforzó por recordar aquel día… Claro, ese día su jefe le ofreció un pequeño aumento. Nada del otro mundo, pero suficiente para hacerlo dudar, para decidir que no iba a arriesgar todo por perseguir su sueño. Arriesgar seguridad por incertidumbre no era lo suyo. Fue por eso que no renunció. Fue por eso que aquella noche durmió tranquilo, pero no sonriendo.
A pesar del frío Tomás empezó a sudar. No sabía si quería seguir leyendo, era demasiado doloroso. Recordó haber escuchado alguna vez que el verdadero infierno era ver lo que uno pudo haber sido y no fue. En ese momento, así lo sintió. Miró el reloj, no el del techo, sino el de su muñeca. Al parecer, a la mujer de la entrevista se le había hecho tarde…
Regresó al libro, pasó la página. Sintió que todo era absurdo, cruel. Dos minutos desfasado del mundo ¿Dos minutos eran suficientes para que el destino cambiara por completo? Recordó a una amiga que siempre le decía que el timing lo era todo. Que las personas subestiman el poder del instante, del momento perfecto. Pero, joder, ¿qué pasa cuando el timing juega en tu contra? ¿Qué pasa cuando una vida transcurre en perpetuo retraso?
Es verdad pensó, “Timing is a bitch”, y se sintió estúpido por no haberlo entendido antes.
Siguió leyendo...
4 de abril de 2025 – Tomás llega puntual a su entrevista, hay una vacante en uno de los despachos de arquitectos más importante de la ciudad.
Desvió la mirada, no quería avanzar. Sabía que lo que estuviera escrito ahí, la vida se lo quitaría. Permaneció quieto, mirando al techo, sintiendo que el tiempo se le subía encima. Tragó saliva y le dedicó una última mirada al reloj suspendido. Seguía detenido en el mismo punto, las 10:10. Como si dijera, hagas lo que hagas, siempre vas a llegar tarde.
Tomás se levantó, cerró el libro y lo dejó sobre el puff amarillo como quien abandona una vida entera. Caminó hacia la salida y, en ese instante, entró una mujer.
—¿Tomás Guzmán? —preguntó ella.
Tomás la observó, con el corazón tranquilo.
—No —dijo, con calma—. Él se fue… hace dos minutos.
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