Pero… ¿qué culpa tiene Marta?
- Olga Micha
- hace 7 días
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Marta detesta los días nublados. Esa niebla que apaga el sol le recuerda que la verdad es difusa, engañosa, quizá inalcanzable. Pero fue justo en un día así cuando le tocó salir a plantar su árbol. Hundió las manos en la tierra, hizo un hueco y dejó caer la semilla. La cubrió con cuidado, con los dedos húmedos y manchados. Luego colocó una piedra, gris y pesada junto. No solo para recordar el lugar, sino como si así pudiera asegurarse de que algún día, en el futuro, volvería a encontrarlo.
Marta ha existido en todos los tiempos. Ha vivido muchas vidas y, en cada una, ha elegido el mismo rol, comunicar la supuesta verdad. Siempre lo ha hecho con convicción, movida por lo que considera un alto sentido ético… o, al menos, ese es el cuento que se ha contado a sí misma. Su forma cambia, pero su misión permanece.
El tatarabuelo, en cambio (el otro personaje de esta historia) somos todos, es el abuelo, el padre, el hijo, el abogado, el barrendero, la esposa, la niña, la mujer. Es la humanidad entera, crédula, esperanzada. Hoy, ayer y siempre.
Me imagino al tatarabuelo en medio de la peste negra, por ahí de 1350, harto del encierro, hasta la madre del encierro. Un día decide salir a la plaza central. El ambiente es deplorable, olor a muerte, sabor a tristeza. Y entonces aparece Marta, vestida de monja y haciendo sonar una campana. Se detiene en el centro de la plaza y grita ¡La peste ha terminado! ¡Pueden volver a hacer su vida normal! El tatarabuelo corre a su casa, urgido por darle la buena noticia a su familia. Al fin, una luz en el camino. El pobre tatarabuelo, ¿qué iba a saber que Marta era simplemente una enviada de los clérigos, quienes, desesperados por reactivar la economía, la habían mandado a difundir la noticia? No fue hasta tres meses después, en el entierro de su hija y de su nieto, cuando el tatarabuelo se enteró de que la peste negra aún no había terminado cuando Marta difundió la noticia.
Pero… ¿qué culpa tiene Marta?
Marta se salvó de la peste, pero no de la vida. Murió poco después, por una infección de muela. Reencarnó por ahí del año 1853. Marta, fiel a su vocación, volvió a nacer con la misma convicción de difundir la verdad, informar, salvar vidas… con ese altruismo disfrazado de vanidad. Está parada sobre el estrado de un auditorio, esta vez como doctora y vocera de una respetada institución médica. El tatarabuelo junto con el resto del público, la observa desde su asiento y se impresiona al escuchar el nuevo descubrimiento… la frenología. Marta habla con seriedad, en voz alta, muy orgullosa de formar parte del progreso. Les dice que los avances médicos están a la orden del día, y que aquel nuevo descubrimiento cambiará la historia de la humanidad. Les explica que la forma del cráneo es determinante para entender la personalidad de las personas, para definir su inteligencia, sus inclinaciones, que, por ejemplo, quienes tienen el cráneo más ancho en la parte de atrás son más propensos al crimen, que a los de frente amplia se les dan bien las artes, y que una protuberancia en el coco puede revelar falta de autocontrol. La revelación es tan absurda como fascinante, pero nadie parece notarlo. La bata blanca basta para que nadie cuestione nada. El público aplaude, algunos incluso se levantan de la silla. No por la ciencia, sino por el alivio de tener una explicación. Ahora podrán clasificar mejor a sus vecinos, justificar a sus jefes, corregir a sus hijos y desconfiar (con argumentos) de quienes no encajen en su mundo.
Es hasta después cuando esos aplausos se convierten en lamentos, cuando los tatarabuelos comprenden que Marta fue una pieza más del tablero de ajedrez, que aquella estupidez no solo era mentira, sino que terminó por condenar a millones, sirvió para justificar la esclavitud, fomentó el racismo, la discriminación y quién sabe cuántas cosas más.
Pero… ¿qué culpa tiene Marta?
Marta se vuelve a morir. De eso nadie se salva. Y curiosamente (o porque así somos todos), ella vuelve a elegir la misma profesión. Bueno, no exactamente la misma, porque esta vez es el año de 1914, vísperas de la Primera Guerra Mundial, y en ese momento el periódico ya existe. Me gusta imaginar que cuando Marta llega al cielo o al infierno (vaya uno a saber si es o no pecadora), dios o el diablo le preguntan que qué quiere ser en su próxima vida, y ella responde, sin pensarlo mucho, quiero comunicar, difundir la verdad. Y entonces los jefes, incrédulos, se aguantan la risa… y le cumplen el deseo. La regresan y se quedan mirando, expectantes, a ver si esta vez Marta se atreve, a ver si ahora sí le da la gana de detenerse en cada letra, cuestionar las palabras, profundizar en sus afirmaciones, que siempre salen de su boca como si nada.
Pero no... El tatarabuelo está sentado en su comedor, pierna cruzada, café caliente, el periódico extendido sobre sus piernas. Y ahí está ella, Marta, firme y segura, expresa sus ideas en la columna central. Inglaterra te necesita. Dios está con nosotros. Responde al llamado de tu patria. Ve a ver el mundo. Sé un héroe. Estarán de regreso en solo unos meses. El tatarabuelo le cree, prefiere quedarse en la comodidad de la ignorancia, antes de que las dudas o cuestionamientos perturben su tranquilidad. Convence a su nieto para alistarse. Si lo dice Marta, tiene que ser verdad…
Ya se imaginarán al pobre tatarabuelo cuando su nieto volvió no meses, sino cuatro años después, con traumas, pesadillas y sin ganas de ser ningún héroe. Porque aunque Marta lo diga, nada justifica pudrirse en las trincheras.
La buena noticia es que dios y el diablo se andan haciendo amigos por culpa de Marta. Y es que ya no saben qué hacer con ella. Es terca como la chingada y, cuando le preguntan que qué quiere ser en su próxima vida, siempre responde lo mismo, quiero comunicar. Ninguno de los dos entiende por qué. Pero se encogen de hombros, la mandan de regreso, y esperan, aunque sin mucha esperanza… Ellos ya conocen a los de nuestra especie y, aunque alguno que otro los sorprende, en su mayoría resultamos completamente predecibles.
Y Marta vuelve a bajar. No se resiste. Pues ahora puede comunicar a través de un aparato increíble llamado televisión. Es 1958 y el mundo tiene acceso a miles de Martas, es cuestión de cambiar de canal. El tatarabuelo sigue siendo crédulo, vida tras vida, cumple su rol, (al igual que Marta). En esta ocasión está sentado en su estudio con un gin tónic en la mano, ya para esta vida necesita un poco de alcohol para digerir el mundo. La televisión está prendida y aunque la imagen es en blanco y negro, Marta brilla. Las Martas se vuelven aún más apasionadas con aquel invento visual… Querido público, hoy estamos de fiesta porque por fin nuestras mujeres embarazadas dejarán de sufrir náuseas. ¡Sin efectos secundarios! Resulta que esta pastillita que tengo en la mano es el remedio perfecto para tener un embarazo libre de náuseas. Se llama talidomida y a partir de hoy la encontrarán en todas las farmacias. Así, con voz dulce y confiada, Marta vende el milagro.
No sé cómo hizo después para explicarle a su querido público que el motivo por el que miles de niños nacieron sin brazos y sin piernas fue, justamente, por esa pastillita milagrosa.
Pero… ¿qué culpa tiene Marta?
Marta vuelve a morir, y, como siempre, sigue sin avanzar al siguiente nivel. Allá arriba, o abajo (da igual), dios y el diablo llenan crucigramas mientras la miran de reojo. En el fondo suena Another one bites the dust y apenas termina la canción la mandan de regreso. Pero esta vez algo en ella empieza a descomponerse, ya no le resulta tan fácil leer las líneas que debe decir antes de subir su noticia a las redes sociales, le dan náuseas, siente un hueco en el estómago, hay algo que no cuadra. Después de tantas vidas repitiendo el mismo rol, los errores comienzan a hacer mella. Ya no tiene tan claro qué significa comunicar la verdad, no sabe para quién trabaja ni de quién son los intereses que defiende, solo intuye que todo es un show y que ella ha sido, una y otra vez, un personaje más dentro de la obra. Pero tampoco quiere ahondar demasiado, porque ella es, y siempre ha sido, Marta, y si a Marta le quitan su papel, se queda sin nada… sin identidad, sin rumbo, sin motivos, sin fe. Así que sube una noticia más, una más, la que rebasa el vaso y la lleva a buscar su árbol.
Ahora es un gigante, de tronco grueso y agrietado, ramas robustas y follaje espeso. Enreda la soga, la anuda, se cuelga… Porque sembrar un árbol es un acto hermoso. Pero hay que tener cuidado, porque a veces, sin saberlo, uno siembra el árbol del que algún día se terminará ahorcando.
Pero ya sabemos cómo acaba esto. Dios bosteza, el diablo chifla y Marta vuelve a bajar. (porque así es la cosa).Y, obviamente… vuelve a elegir la misma profesión. Pero como buen ser humano, esta vez está convencida de que será distinto.
De que ahora sí dirá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
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