top of page
Buscar

La medalla en el cajón

  • 30 may
  • 5 Min. de lectura



Menos del 1% de la población ha corrido un maratón en su vida. Correr un maratón es de las masacres más normalizadas de este siglo, una masacre rica, eso sí, supongo que por ser autoimpuesta. Según la leyenda, esto del maratón se lo debemos a Filípides, que por ahí del 490 a.C., corrió 40 km desde Maratón (una ciudad en Grecia) hasta Atenas. Se supone que Filípides hizo todo ese recorrido para anunciar la victoria de los griegos, que, aun siendo menos, le ganaron a los persas. Según esto, al llegar gritó ¡niké! (que quiere decir victoria) y, despuésito y por el cansancio, se murió.


Nadie sabe si eso fue cierto o no, da igual. La magia de los mitos es que, si pasaron o no, es lo de menos. Lo importante es lo que nos hacen sentir, y sobre todo que la información que nos dejan casi siempre tiene alguna interpretación interesante.Filípides se murió después de correr 40 kilómetros, pero la mayoría de los maratonistas actuales, sobre todo los que sobreviven la masacre, experimentan algo parecido a la muerte pero en términos simbólicos y subjetivos. Y aunque no tiene nada que ver, esa es la interpretación que yo le doy a la muerte de Filípides justo después de llegar a su meta. Porque esta sensación no solo se vive después de correr un maratón, sino que aparece cada vez que cumplimos un propósito que nos tuvo obsesionados por un tiempo.


El primer ganador de un maratón fue Spyridon Louis, quien se convirtió en un héroe nacional tras haber ganado la carrera de los primeros Juegos Olímpicos modernos en Atenas, en 1896. Era de origen humilde y se dedicaba a transportar agua, ya que aunque en Atenas aún no había sistemas de agua potable, su padre vendía agua mineral. En esa época, los aguadores eran comunes en las ciudades griegas, y el agua de manantial era considerada no solo una necesidad, sino un recurso con propiedades terapéuticas. De hecho, el culto al agua en Grecia viene desde los templos de Asclepio, donde los baños con agua mineral eran parte de los rituales de sanación. Hoy nos tomamos un Topo Chico para bajarnos la cruda, pero en la Antigua Grecia se bañaban en eso para curar el alma.


No tengo idea de cuál era su régimen de entrenamiento, pero me lo imagino levantándose tempranito, comiéndose un plátano y saliendo a hacer sprints por el monte Licabeto, con sandalias, sin reloj Garmin, sin geles y sin playlist motivacional. Así, con la pura voluntad terca que se requiere para lograr esas metas personales y matadoras. Y es que hoy en día, entrenar para un maratón requiere en promedio 150 horas.Suena poco, pero son más de seis días enteros. Es el equivalente a diez vuelos de Ciudad de México a Tokio. O a leer entre 15 y 18 libros, dependiendo de si te echas uno de Javier Marías en letra tamaño 8 o un manual de autoayuda en letra tamaño 16. En otras palabras, como en casi todas las metas importantes, se necesita dedicarle tiempo.¿Y qué hay más valioso que el tiempo?


No sé si Filípides sintió esa depresión postlogro justo antes de colapsar, pero sí sé que un alto porcentaje de personas vivimos algo parecido después de cada objetivo que logramos. Y es que una vez que uno se propone una misión, nuestra vida empieza a girar alrededor de eso. Modificamos hábitos, rutinas, horarios. Lo hacemos con la claridad de que al conquistar ese sueño, o ese propósito, seguro nos sentiremos más fuertes, más inteligentes, más fregones, más felices. Y sin darnos cuenta, construimos toda una identidad alrededor del objetivo. La adrenalina, el entusiasmo, las sutiles promesas de que con aquel logro llegarán un millón de cosas más…


La famosísima falacia de la llegada, esa fantasía absurda de que cuando logremos “eso” —llámese maratón, trabajo, pareja, abdomen marcado, casa propia… lo que sea— entonces sí, al fin se alinearán los chakras, el universo conspirará a nuestro favor y todo será plenitud.


Según la RAE, la palabra “falacia” se define como un engaño, fraude o mentira. Y bueno, puede que sea una exageración, porque definitivamente cumplir metas es de las cosas más satisfactorias del mundo. Pero como bien lo dijo Tal Ben-Shahar, preofesor de Harvard y autor de libros sobre felicidad, la emoción del logro dura poco, y al ser tan breve, también resulta algo decepcionante. Un buen ejemplo es lo que le pasó a Jim Carrey, quien contó que después de alcanzar la fama, el dinero y los premios, se sintió vacío. Dijo algo como, Ojalá todos pudieran volverse ricos y famosos para darse cuenta de que eso no es la respuesta. Y no porque el éxito no valga la pena, sino porque no soluciona lo esencial. Esa es la falacia… creer que el sentido aparece al llegar, cuando muchas veces, se fue gestando sin que lo notaras, en el trayecto.


Y es que cuando por fin llegas, cuando cruzas la meta por la que sudaste y lloraste, crees que vas a encontrar el sentido de la vida. Pero la verdad es que no. En el caso del maratón lo que entiendes es que te duele todo, que te urge un baño, dos ibuprofenos y un plato de tacos. Hay una sensación deliciosa de logro, de haber vencido la pared, pero también hay algo raro, algo incómodo. Un “¿y después qué?”


Eso sí, la medalla se siente como si te colgaran un collar de oro con diamantes. Todo el mundo la usa con orgullo hasta el día siguiente, y a veces hasta dos días después. Aunque camines de ladito, con ampollas, uñas moradas y cara de “yo no vuelvo a hacer esto jamás”. Da igual. Esa medalla lleva implícita toda esta narrativa épica del logro, de la llegada.


Pero días después, cuando la medalla termina en el cajón del clóset, cuando ya no duele nada, cuando ya subiste la foto y verificaste tu tiempo, cuando ya no suena la alarma a las 5:45 a.m. y ya nadie te pregunta cómo va tu entrenamiento… ahí te das cuenta de que, con maratón o sin él, la vida sigue igual de caótica, de bonita, de confusa y de absurda que antes. No empezó nada mágico después de la meta. No te convertiste en una nueva versión iluminada de ti. Solo eres tú, con ampollas y otra anécdota.


Y entonces, con todo y medalla, entiendes que tal vez lo mejor de todo fue haberlo perseguido. Que tal vez la magia no estaba en la meta, sino en el proceso, en las desmañanadas, en la disciplina, en la fe de poder llegar, en el esfuerzo, en el “no puedo más” y en el “sí pude”.


Que lo más importante nunca fue cruzar la meta.


Pero igual hay que seguir poniéndose retos, inventarse maratones, seguir moviéndose hacia algún lugar, aunque no sepamos muy bien por qué.


No para alcanzar un destino, sino para tener un pretexto para el trayecto.


Al final, supongo que todos somos un poco Filípides, corremos con toda el alma detrás de algo que creemos urgente, y cuando por fin llegamos… a veces ni sabemos bien qué queríamos decir.


Pero lo bueno es que, para ese momento, ya da completamente igual.

 

 
 
 

Comments


bottom of page